La bella durmiente
Quim Monzó
En medio de un claro, el caballero ve el cuerpo de la
muchacha, que duerme sobre una litera hecha con ramas de roble y
rodeada de flores de todos los colores. Desmonta rápidamente y se
arrodilla a su lado. Le coge una mano. Está fría. Tiene el rostro blanco
como el de una muerta. Y los labios finos y amoratados. Consciente de
su papel en la historia, el caballero la besa con dulzura. De inmediato
la muchacha abre los ojos, unos ojos grandes, almendrados y oscuros, y
lo mira: con una mirada de sorpresa que enseguida (una vez ha meditado
quién es y dónde está y por qué está allí y quién será ese hombre que
tiene al lado y que, supone, acaba de besarla) se tiñe de ternura. Los
labios van perdiendo el tono morado y, una vez recobrado el rojo de la
vida, se abren en una sonrisa. Tiene unos dientes bellísimos. El
caballero no lamenta nada tener que casarse con ella, como estipula la
tradición. Es más: ya se ve casado, siempre junto a ella, compartiéndolo
todo, teniendo un primer hijo, luego una nena y por fin otro niño.
Vivirán una vida feliz y envejecerán juntos.
Las mejillas de la muchacha han perdido la
blancura de la muerte y ya son rosadas, sensuales, para morderlas. Él se
incorpora y le alarga las manos, las dos, para que se coja a ellas y
pueda levantarse. Y entonces, mientras (sin dejar de mirarlo a los ojos,
enamorado) la muchacha (débil por todo el tiempo que ha pasado
acostada) se incorpora gracias a la fuerza de los brazos masculinos, el
caballero se da cuenta de que (unos 20 o 30 metros más allá, antes de
que el claro dé paso al bosque) hay otra muchacha dormida, tan bella
como la que acaba de despertar, igualmente acostada en una litera de
ramas de roble y rodeada de flores de todos los colores.
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