Llamada
(Manuel Vicent)
No había nadie en el bar salvo
ellos dos, una pareja de adolescente sentados frente a frente, bebiendo
inocente refrescos de naranja. En la mesa, entre los vasos, habían
dejado abiertos los teléfonos móviles, que sonaban a veces y entonces
él o ella se ponía a charlar alegremente con un ser ajeno e invisible
mientras el otro se quedaba hierático. El chico estaba muy enamorado de
la chica, pero era incapaz de manifestarle su pasión. Sólo se atrevía a
mirarla con intensidad a los ojos y ella ya había captado las
turbulencias del corazón de su amigo y también le amaba, pero no podía
ayudarle en nada, debido a su extremada timidez. Hablaban de cosas
anodinas, sin comprometerse en absoluto. Las palabras iban del uno al
otro directamente a través de la vibración del aire sobre el mármol de
la mesa. El chico necesitaba declararle su amor y la chica esperaba que
lo hiciera ya de una vez, un sueño imposible, porque entre ellos había
una barrera psicológica insalvable. Cualquier gesto o inflexión de
voz, al estar sus rostros tan cerca, podía delatar un sentimiento
íntimo y eso les llenaba de terror. Había media luz en el bar, el hilo
musical vertía una melodía propicia y los labios de los enamorados
permanecían a una mínima distancia infranqueable. El corazón de los
adolescentes tiene hoy un compartimento más. Se compone de dos
ventrículos, de dos aurículas y de un teléfono móvil, que también bombea
sangre. De pronto, este joven tímido y enamorado tuvo una inspiración.
Usó el móvil para hablar con la chica que tenía delante sin dejar de
mirarla profundamente a los ojos. Cuando sonó la llamada la chica
descolgó. La pareja comenzó a hablarse de forma descarnada como si
fueran invisibles. Ninguno de los dos ignoraba que a través de los
móviles su voz se convertía en ondas electromagnéticas, viajaban al
espacio sideral y luego volvía para penetrar en el cerebro del otro.
Brutalmente desinhibido, el chico le dijo que la amaba. La chica le
contestó que todas las noches soñaba con él, pero sus expresiones de
amor sin amarras tenían dos vehículos: una voz recorría el aire sobre la
mesa del bar por medio de la vibración natural y sonaba terriblemente
vulgar; la otra bajaba desde un satélite de la estratosfera cargada de
libertad e imaginación. “Te amo, te amo”, le decía el chico. “Oigo dos
voces a la vez, ¿a cuál de ellas debo creer?”, preguntó ella. El chico
le dijo que creyera en el amor que a través de las ondas magnéticas le
llegaba por la sangre hasta el corazón.
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